Vivir no es tan difícil: sólo requiere un poquito de lógica. Eso piensa, al menos, la señorita Ernestína, que, atribulada por el peso de una memoria excesiva, pone un anuncio por palabras a fin de endilgársela al primer comprador que se presente.
O la isla de Menorca que harta de estar siempre en el mismo sitio, decide combatir su spleen yéndose a ver mundo, y aprovechar el viaje para llevarle flores al Mar Muerto. O ese enigmático personaje que, bajo el fantasioso nom d'emprunt de señorita Pérez, busca su media naranja en una agencia matrimonial ultramoderna. O esa niña de 38 años que ha encontrado una manera sencillísima de ahorrarse los disgustos y variopintos riesgos que supone el vivir: no salir del vientre de su madre.
Pero resulta que las cosas tienen una malévola tendencia a complicarse. Que se lo pregunten, si no, a esa joven formal cuyo inocente, ¿o no tan inocente?, propósito de comprarse unas sandalias desemboca en una batalla campal entre Miss Hyde y la doctora Jekyll, en el humilde escenario de una zapatería. O a esa otra señorita que descubre a su costa la perversidad de las palabras, peores, si se lo proponen, que las siete plagas de Egipto todas juntas.
Y es que (aunque haya jóvenes promesas de la sociología empeñadas en ignorarlo) no es tan fácil vivir cuando uno lleva, haciendo tictac en la muñeca, a su propio asesino.